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sábado, 15 de diciembre de 2007

Música: Nota para Teatro Colón - Las primeras audiciones

Escuchar por primera vez una obra es enfrentarse a lo desconocido. Pero también es, quizás no de manera tan evidente, enfrentarse a todo lo conocido. Nuestro modo de ordenar significativamente las percepciones que nos llegan a través de los sentidos es asociativa. Frente a lo nuevo, la forma de hacerlo entendible y poder tomarlo como propio es, entonces, relacionarlo con experiencias anteriores.

La sociedad de la información en la que vivimos hoy nos ofrece constantemente datos y sensaciones diversas, y en medio de la vorágine de intercambio de información, las tecnologías de grabación actuales hacen parecer más fácil la difusión y el consumo de nuevos materiales sonoros.

Sin embargo, aún en medio de todo ese tráfico, siguen existiendo lugares mágicos, como una sala de concierto. Hay una delimitación casi sagrada en ese lugar y tiempo, cierta aura única en ese encuentro irrepetible que constituye una audición en vivo.

En algún punto, podría decirse que cada nueva audición es, en rigor, “primera”, por el mismo dictamen según el cual cada audición es única e irrepetible. Puede cambiar el intérprete, dándole a la obra nuevos y desconocidos grados de expresividad –como cuando en 1912, en el Teatro Colón, la orquesta sonó bajo la batuta de Toscanini–, o bien puede cambiar el ánimo del espectador, el clima de la sala, la predisposición, el contexto político, o aun la compañía con la que asistimos esa noche al teatro. De alguna forma, la participación en una primera audición es una primera cita entre el compositor, el intérprete y el oyente, reunidos en torno a una obra particular, que posibilita ese enlace fantástico. Ahora bien, cuando las primeras escuchas son de obras de vanguardia o por lo menos “novedosas”, se exige en el oyente una mayor atención.

Los nuevos lenguajes

No es una novedad la dificultad que experimenta el público actual al tratar de escuchar la llamada “música contemporánea”, es decir, básicamente la música compuesta en el siglo XX (si hubiera que marcar un límite a partir del cual comienzan las dificultades, este podría ser trazado alrededor de los años 1908 o 1910, cuando el atonalismo de lo que dio en llamarse la Segunda Escuela de Viena parece hacer colapsar los presupuestos constructivos del sistema musical vigente hasta entonces, es decir: la tonalidad). Así, nos encontramos con compositores a los que llamamos “contemporáneos”, a pesar de que transcurrieron más de cien años desde que concibieron sus obras, pues todavía, para muchos oyentes, esas obras resultan difíciles de entender, o al menos de disfrutar.

Esta música provoca rechazo en un público heterogéneo que no excluye a estudiantes avanzados de música o carreras afines (presuntamente más preparados para la comprensión y el acercamiento a diferentes técnicas de composición y concepción del material sonoro). En conciertos donde se ejecutan esas obras, son frecuentes las frases como: “no entiendo de qué trata”, “¿cómo se estructura esta obra?”, los cuestionamientos de “esto no es música” o “nunca me va a gustar”, “¿cómo puede gustar esto?”, o incluso la visión fatalista según la cual “es posible entenderlo, pero nunca va a causar placer”, “puede parecer interesante, pero no gustar”.

Las respuestas que se han intentado dar a esas dificultades son variadas. Desde el plano sociológico, las explicaciones a esta problemática se relacionan con conceptos tomados del sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien plantea que el gusto por determinado tipo de práctica artística está condicionado histórica y culturalmente. Apoyándose en la idea de “acostumbramiento”, se defiende un progresivo acercamiento a las obras postulando que finalmente se terminarán aceptando “por cansancio”.

Desde el campo de la estética, por su parte, el filósofo Theodor Adorno ha discutido el problema sobre dos ejes: por un lado atribuye la dificultad en la recepción a una falta de conocimiento del lenguaje, desde una perspectiva en donde la música progresa, recurriendo cada vez a sistemas más complejos, más abstractos y autónomos, que dejan atrás al oyente que no se capacita en esas nuevas reglas. El otro eje se relaciona con la industria cultural y con los manejos que ésta es capaz de hacer sobre las obras y el público.

De los nuestros y de los otros

Justamente porque la música contemporánea no suele ser tocada con frecuencia, es especialmente destacable la cantidad de primeras audiciones que año a año va presentando el Teatro Colón o ciclos como el Festival de Música Contemporánea, gracias a las cuales es posible acercarse a obras de verdaderos “contemporáneos” argentinos, que caminan cotidianamente por nuestras calles y que producen nueva música que tenemos la posibilidad de comenzar a escuchar.

Pero también podemos encontrarnos, en esos mismos programas, con ciertas obras de compositores extranjeros (contemporáneos o no), que se estrenan por primera vez en nuestro país, de modo que resulte posible experimentar esa recepción en vivo que no puede ser igualada con ninguna audición de grabaciones. Esta puerta abierta a obras no escuchadas antes es fundamental y nunca debería considerarse como algo “menor” o “de relleno” en una temporada de conciertos. Es imposible saber cuáles de estas obras que hoy escuchamos por primera vez llegarán a convertirse en hitos obligados en la futura historia de la música.

Las tres escuchas musicales

En ese encuentro entre compositor, intérprete y oyente, no hay sólo una única “primera” audición. Siguiendo un poco las ideas de Pierre Schaeffer, podemos hablar de tres escuchas: la del compositor, la del intérprete y la del oyente.

Acaso la definitiva “primera audición” sea la que tiene lugar al momento en que se levanta el telón para el oyente. El compositor ya ha pasado por esa primera aproximación a su obra completa, el intérprete la ha estudiado y transitado para poder ofrecerla. Si bien cada una de estas instancias, necesarias para que ocurra un hecho musical, aporta su mirada (o escucha) y recrea la obra desde allí, es claramente en el oyente en donde se concentra esta primera impresión. El oyente es la caja de resonancia en la que se ponen en juego sensaciones, experiencias previas y muchas variables más. Por eso es importante que, en una escucha, se logren unir en ese compromiso subjetivo, lo racional, lo afectivo-emocional y lo corporal.

Es interesante repensar que no hay carga semántica previa asociada a una determinada música, más allá de lo programático que pueda acompañarla o sobre la que pueda haber sido inspirada. Más allá de ciertas convenciones (acordes y tonalidades específicas asociadas a sentimientos como tristeza, melancolía, miedo, etc.), no hay una transmisión de mensaje con un código de signos escindidos entre significados y significantes. Aquí cobra, entonces, vital importancia el papel de quien escucha, su percepción y la asociación con músicas anteriores que pueda realizar desde su perspectiva en el momento de la audición, relacionada, claro está, con experiencias previas y con su competencia musical específica.

Lo nuevo implica siempre un volver sobre nosotros mismos y repensarnos en algún aspecto, aprender a escuchar sin buscar las estructuras reconocibles de antaño, sino dejando que la propia materia sonora nos sugiera las formas que deja a su paso. La incomodidad primera puede ser reemplazada por un intenso placer musical. Vivir la primera audición de una obra es dejar el camino abierto para que la experiencia se repita. Acercarse a nuevas (otras) músicas implica poner en crisis, aunque sea en una mínima parte, nuestro ser. Como siempre, cada una de estas pequeñas crisis es también una oportunidad.

Por Lic. Brenda S. Berstein, publicado como artículo “Las primeras audiciones” en Revista Teatro Colón nº 77 (noviembre/diciembre 2007)

viernes, 20 de abril de 2007

Música : Nota para revista TEATRO COLÓN: El diablo en música (diabolus in musica)

Cuando en abril de este año se represente en el escenario del Colón Mefistófeles con música y libreto de Arrigo Boito, tendremos una vez más al diablo en un escenario de ópera. Para rastrear otras apariciones, realizamos un viaje imaginario para entrevistar a este personaje recurrente en la historia de la música.


Era madrugada en mi trasnochado reloj y el tren seguía andando en un viaje que parecía interminable. La oscuridad del coche y la ausencia de otros pasajeros, me hicieron suponer que mi entrevistado conocía perfectamente las características del lugar donde había decidido concederme la entrevista. Antes de que mi ansiedad creciera demasiado y mientras una densa bruma invadía como único paisaje las ventanillas, se presentó ante mí.

- Señorita, el gusto es mío, puede llamarme con cualquiera de mis nombres – dijo con voz indescriptible, desde la oscuridad de su sombrero y el cuello alzado de un sobretodo.- Pero le quiero aclarar – prosiguió antes de que yo atinara a responder– que Arrigo Boito no fue el primero ni el último compositor que decidió convocarme como personaje central de una obra musical. Hay otros nombres como Wagner cuyo holandés errante fue maldecido desafiarme, Liszt con su “Mephisto waltz “y la “Sinfonía Faust”, el gran operista Giacomo Meyerbeer con su afamada “Robert le diable”... – pensó un momento- Carl Maria Von Weber, que en “Der Freischütz” hace que Max pacte conmigo a cambio de balas infalibles y no se olvide del recientemente fallecido Gyorgy Ligeti con su “Escalera del diablo” que parece ascender eternamente, ni los “Tangos del diablo” de Astor Piazzolla. Eso para empezar.– terminó su enumeración y tomó asiento frente a mí.

- Me interesa- dije aprovechando su detención – que hablemos un poco de la obra en la que se basó Boito para su ópera, quizás la que más fama le ha dado a Ud: el Fausto de Goethe1-

Se sonrió frente a mi comentario y comenzó a hablar, asintiendo con la cabeza: - Sí, como fuente inspiradora esa obra ha generado variadas adaptaciones. De las óperas, le diría que junto a “Mefistófeles” de Boito, tenemos que nombrar “La condenación de Fausto” de Berlioz, y “Fausto” de Gounod. Es interesante porque en el caso de Berlioz, él había leído siendo joven la obra de Goethe y había quedado muy impresionado, haciendo varios intentos previos de llevar a la música la historia antes de concluir “La condenación”. Quizás esta aproximación llena de admiración haya logrado que se mantuviese tan fiel al original. Mefistófeles por su parte, es una adaptación más libre de la historia. – frenó su reflexión un momento dando un suspiro - Luego de una primera versión que fue un fracaso absoluto, Boito la rescribió con cambios en la estructura dramática y el rol de Fausto, originalmente pensado para un barítono, ahora para tenor. En 1901 se estrenó esta nueva versión en La Scalla de Milán y en 1908, ya era presentada en el teatro Colón de Buenos Aires. Entonces – hizo un gesto como si estuviese recordando aquella noche de estreno- el gran bajo ruso Fyodor Chaliapin hizo mi parte.

- ¿Y la versión de Gounod? – pregunté tímidamente

- De las tres versiones es la menos fiel al espíritu del relato original. En ella se le da gran importancia al personaje de Margarita. En Alemania la ópera llegó incluso a adoptar el título de “Margarita”, por considerarse indigno llamar “Fausto” a una ópera que no respetaba a Goethe.

Sentí cierto enojo en su voz en las últimas palabras y traté de desviar la conversación: - Aún así, en ella se inspiró la famosa versión literaria de Estanislao del Campo que se conoce como “Fausto criollo” en la que un gaucho narra a otro su experiencia tras asistir, en el Teatro Colón de Buenos Aires, en 1866, a la representación de esta ópera.-

- Es verdad- admitió – pero en fin, siempre se me ha asociado con la música. Según diferentes leyendas, siempre la utilizo como instrumento de seducción y dominio de otras almas, aunque yo siempre me rodeé de música para mi propio placer.

- Sí, las presencias demoníacas son aludidas desde los sátiros griegos, el dios Pan con sus flautas y el desenfreno de Dionisio y sus bacanales. – dije prontamente, pero él me interrumpió.

- Hay referencias desde siempre, pero es la Biblia y la religión católica la que comienza a utilizar nombres precisos asociados a mi persona. Fíjese que en la Edad Media, la música comienza a escribirse, y es entonces cuando aparece la denominación de “Diabolus in musica”, para referirse al sonido formado entre dos notas a una distancia específica que producía lo que en la época era un grado de disonancia intolerable. También se conoce como “tritono” (tres tonos), ese intervalo de cuarta aumentada o quinta disminuida que ocurre naturalmente entre el cuarto y séptimo grado de la escala mayor (por ejemplo, fa y si en la tonalidad de do mayor) y entre el segundo y sexto grado de la escala menor antigua (si y fa en la tonalidad de la menor).

Mi entrevistado tenía altos conocimientos musicales y pensé que debía saber por viejo además de por quién era. Prosiguió:

- Debido a su dificultosa entonación y su sonido siniestro, en el Medioevo se lo consideraba un intervalo prohibido que había que evitar a toda costa. La Iglesia sostenía que yo me colaba en la música a través de él. En realidad – dijo redondeando su explicación - ese intervalo implica un alto grado de disonancia dentro del sistema tonal al que ustedes están acostumbrados, esté o no yo ahí.

- Pero su presencia también se veía en los instrumentos musicales que fueron prohibidos dentro de los espacios consagrados a Dios.

El diablo asintió en silencio y meneando su cabeza agregó:

- No sólo los instrumentos, sino también sus ejecutantes han sido acusados de diabólicos. Recuerde el caso del violinista Nicolo Paganini, quien para algunos era mi encarnación misma.3. E incluso más cerca en el tiempo, la leyenda del padre del blues, Robert Johnson, a quien también se acusó de haber pactado conmigo a cambio de poder tocar su guitarra admirablemente.

- Y esos pactos.... ¿realmente se realizaron? – pregunté curiosa. El diablo se levantó de improviso aunque alcanzó a decir mientras se retiraba esfumándose por el pasillo del tren: - Señorita, cada encuentro con la música puede acercarla al otro mundo y no todos los pactos necesariamente llevan una firma y un contrato escrito.

Temblando todavía por esas últimas palabras, llegué a la estación esperanzada de volver a casa e intentar ejecutar aquella pieza que por semanas no había logrado hacer sonar en mi piano.

Lic. Brenda Sabina Berstein
Artículo publicado como “Simpatía por el diablo” en Revista Teatro Colón nº 75 (marzo/abril 2007)